Cerca de media legua al norte de Esquina, al margen del
camino que va a Goya se alzaba el rancho. Al frente había dos enormes palmeras
de las llamadas "yataí" y al fondo varios espinillos, aromitos y un
florido "niño rupá".
Una mujer, pequeña, de rostro cobrizo y cabellos negrísimos
se inclinaba afanosa sobre la mesa rústica extendiendo, con ayuda de una
botella, la masa para las empanadas. Al otro día iban a correr el
"Cunumí" de don Gauna y el "Saguaypé" de los Almadas y
tendría ocasión de vender su mercancía entre la concurrencia.
Hubiera querido hacer también chicharrón y chipá-quesú, como
otras veces, pero no tenía con que comprar los elementos. Apenas si le habían
fiado la carne y la harina con la promesa de pagarlas el lunes sin falta. Las
pasas y las aceitunas se las dió de "yapa" el hijo del bolichero,
pero bien sabía ella la intención que ocultaba esa condescencia.
-Güeno -dijo resignada-. ¡Qué pa le vamos a hacer!
-Sí, por lo menos, su hombre tuviera la "víarada"
de irse a trabajar en "La
Forestal " por unos meses o se acercara al puerto, como
antes, a ayudar en la descarga de los barcos... Pero no había peligro que eso
sucediera porque ya se había "enviciado" en no hacer otra cosa que
dormir todo el día, tomar mate y tocar la guitarra. Cuando ella ganaba unas
monedas él tranquilamente se las sacaba para ir a emborracharse en el almacén y
volver ebrio a darle unas palizas brutales con su rebenque de cuero de
carpincho que, donde se asentaba, arrancaba la piel o levantaba una roncha.
-¡Y güeno... qué pa le vamos a hacer! - volvió a decir con
su eterno fatalismo.
Pensándolo bien ni siquiera lo quería. Cariño fue el que le
tuvo a Lencho que, una noche, la robó de la casa de sus padres en Concepción y
la dejó abandonada al poco tiempo o a Ciriaco Vera, "El Empedradeño",
con quien vivió un loco romance durante tres meses hasta que lo mataron, en un
comité de los autonomistas, la víspera de una elección. Despues anduvo un
tiempo de mano en mano como mate en noche de velorio, hasta que se
"acollaró" con este: Anicio Benítez, "El Tape" por mal
nombre.
-¡Cleta!... -llamó el hombre desde el catre donde acababa de
dormir su larga siesta- cebá unos mates...
La mujer pensó que con sólo unos minutos más podría terminar
su trabajo y rogó:
-¿Podé esperar un momento Anicio?
Pero el hombre no se dignó contestar y ella temerosa de su
cólera, se limpió la mano en la falda y llenó de yerba la calabaza, acomodó
después la bombilla y echó el agua de la pava que estaba a la vera del fuego
encendido junto al horno y por cerca de una hora anduvo yendo y viniendo con el
amargo brebaje hasta que, al fin, Anicio, gruñó:
-Ta lavao, no quiero más...
-¿Si querés le cambeo la yerba?
-No, no servís pa cebadora... Dame unas chirolas pa'l
almacén.
-No tengo, Anicio, si hasta la harina me la dieron fiada...
Calló el hombre y la miró intensamente. De haberle mentido
se hubiera puesto a temblar bajo la frialdad de esa mirada escrutadora, pero
como le había dicho la verdad, esperó tranquila.
De pronto él alcanzó a ver dos argollitas de oro que llevaba
en las orejas, regalo de su madrina.
-Dame los aros... -ordenó-. Se los vua a empeñar a don
Matías, no me ha de dar mucho pero ha de alcanzar pa unas copas...
Mansamente ella obedeció. Esos aros eran recuerdo de otros
tiempos más felices, de su niñez sin aprietos en Concepción. Esos aros le
traían el recuerdo de sus seres queridos y los había conservado a pesar de
todas las necesidades. Sin embargo, su hombre se los había pedido y ella no
pudo resistirse.
Haciéndolos saltar en la palma de la mano Anicio salió hacia
el camino y se perdió en la distancia.
Cleta volvió a las empanadas y estuvo trabajando, en ellas
hasta muy entrada la noche.
Volvió él a la madrugada y, como de costumbre, empezó a
reñirla y terminó azotándola brutalmente. Cleta se acurrucó en un rincón a
recibir los golpes, mordiéndose los labios para no gritar. Al final, Anicio,
cansado cayó al suelo y quedó tendido con un sueño estertoroso.
Cleta lentamente se levantó. Las heridas le ardían y hubiera
querido aplacar su dolor mojándolas con agua fresca, pero antes debía atender a
su marido. Con esfuerzos sobrehumanos consiguió levantarlo hasta la cama, allí
lo libró de sus ropas y lo acomodó en el lecho. Ya para entonces se habían
calmado sus dolores y se tendió cuidadosamente en el borde de la cama,
encogiéndose cuanto le fue posible para no turbar el reposo de "su
hombre".
* * *
La reunión fue un éxito para "El Cunumí" y la
fiesta se prolongó después con discretas jugadas de taba y algunas otras
carreras de menor cuantía.
Cleta vendió a buen precio su merienda y aprovechó la
presencia del carnicero y de don Matías para librarse de sus deudas. Cuando
llegó Anicio le sacó los pocos pesos que le quedaban que fue a derrochar
alegremente en juegos de azar y en copas de caña.
Cleta, sabedora de sus costumbres, se quedó sentada en
cuclillas junto a sus canastos vacíos, para llevarlo de vuelta al rancho cuando
concluyese su juerga.
Allí la encontró José, el hijo del almacenero, que le dijo:
-Esta noche, a las diez voy a ir por tu rancho.
-No sé a qué...
-¡No te hagás la zonza! Te voy a silbar tres veces para que
salgas.
-¡Ajá! ¿Y mi marido?
-¡Bah! Ese al paso que va estará más borracho que mi abuela.
-No sé, José, a lo mejor estoy dormida.
-Dejate de macanas y recordá que a las diez voy a ir. ¡Hasta
luego!
-¡Hasta luego!
Sacó un cigarro de su seno y lo encendió. Fumaba con
fruición lanzando al aire grandes bocanadas de humo.
Las sombras iban borrando el paisaje en la lejaníá. Cleta se
incorporó y fue en busca de su marido.
La brasa del cigarro iba adelante brillando como una
gigantesca luciérnaga. Se metió e inquirió en los grupos postreros sin obtener
noticias.
Regresó a su hogar malhumorada. Anicio tampoco estaba allí y
supuso que, con algunos amigotes, habría ido al almacén a emborracharse.
Encendió fuego y se dispuso a prepararla cena mientras se confortaba con
algunos mates.
* * *
Anicio llegó bien entrada la noche con un humor de todos los
demonios.
Rechazó la tortilla que ella había preparado para la cena y
pidió mate.
Al recibir uno de ellos, de sus manos inseguras por la
ebriedad, resbaló el recipiente haciéndose pedazos contra el suelo.
-¡Viste, idiota, lo que has hecho! - tronó.
-Per... - intentó ella defenderse.
Mas él ya enarbolaba su rebenque y lo hacía caer
inmisericorde sobre sus espaldas. Cleta echó a correr por el patio y él,
furioso, la siguió golpeándola implacable.
Los lamentos de la mujer y los improperios del hombre
espantaron el silencio y desde lejos se oyó el rumor de unos pasos que se
acercaban.
Anicio, babeante y fuera de sí, alzaba el brazo y lo dejaba
caer sobre el bulto sufriente de Cleta que mordía la tierra en su impotencia.
De pronto, vibró a sus espaldas, la voz de José.
-Sosiéguese, don Anicio, ¡déjela!...
El borracho, iracundo, dióse vuelta y enfrentándolo rugió:
-Y a vos quién te mete ¡hijo'e perra!
-¡Quieto, don Anicio, quieto!
-¡Qué quieto ni ocho cuartos...! ¡Te vua a dar por
entrometido...!
Y rebenque en alto se lanzó contra el intruso. El joven, más
ágil, esquivó el ataque y con un golpe en la muñeca hizo volar el rebenque que
cayó junto a la mujer desvanecida.
Anicio, no obstante, no cejó y se arrojó sobre el rival
enviándolo al suelo. Sobrevino, entonces, una lucha sorda y sin cuartel.
Revolcáronse jadeantes por el patio y clavábanse los dedos como garfios
buscando la garganta del contrario. El odio los enceguecía y pronto
comprendieron que en ese combate uno de ellos habría de quedar por siempre. Al
fin, José, más joven y sereno consiguió montar a horcajadas sobre Anicio y le
cerró las manos en el cuello.
Lentamente los dedos se hundieron en la carne y la
respiración del vencido se tornó dificultosa.
Cleta, saliendo de su desmayo, vio a su frente la masa
informe de los contendores. La luna, enorme y redonda, apareciendo de improviso
detrás de una nube, mostróle el rostro angustiado de su hombre debatiéndose en
la desesperada agonía. José, dueño de la situación, lo apostrofaba:
-¡Aprendé, desgraciado, a golpear mujeres...!
Los labios de Anicio se movieron desesperados. Ningún sonido
pudo brotar de ellos pero Cleta entendió el llamado.
Tendió la mano al rebenque y asió la lonja, húmeda aún con
la sangre de sus heridas. Después, irguióse y con toda su fuerza descargó un
recio golpe con el pesado cabo sobre la cabeza de José.
Se aflojaron las manos del joven y cayó sobre el vencido con
el cráneo partido por la violencia del impacto.
Anicio retiró el cadáver de sobre su cuerpo y se levantó
respirando ruidosamente. Dio unos pasos y vólvió a caer vencido por la fatiga y
por el alcohol.
Entonces, la mujer se acercó a su lado y levantándole la
cabeza la puso en su regazo. Luego, suavemente, empezó a acariciarle los
cabellos como si fuesen los de una criatura.
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