Cuando la tierra comenzó a existir, su reducida población se
componía solo de hombres. Como las mujeres no los habían parido, su fisonomía
no era humana: muchos tenían plumas y alas. Debieron pensar en una estrategia
para poder reproducirse y salieron en busca de calabazas secas: allí colocaron
a los engendradores y las sellaron con cera de panal de avispa. Sin embargo,
las criaturas nacían y morían porque se alimentaban de tierra.
Los hombres frecuentaban mucho el río en aquellas épocas.
Pescaban y volvían a sus poblados a preparar su comida cruda, porque no existía
el fuego.
Cuenta la leyenda que un buen día fueron a pescar y dejaron
en el poblado -y al cuidado de la comida- a uno de ellos, se trataba del
hombre-loro. Un rato después, este comenzó a escuchar risas. Puso atención y
comprobó que venían desde muy alto: un grupo de mujeres que se aproximaban.
Quiso hacerles frente, pero, a pocos metros, ellas le arrojaron
una brasa que golpeó su boca y lo enmudeció para siempre. Rápidamente, robaron
la comida del poblado y ascendieron.
Los hombres regresaron un rato después, con el zorro sagaz
manchado con sangre y con muchos pescados a cuestas. Una vez instalados,
comenzaron a prepararse la comida, pero advirtieron que les faltaba alimento.
Le preguntaron al hombre-loro y este respondió con señas acerca de lo que había
sucedido.
Al día siguiente, los hombres volvieron a salir de pesca, y
dejaron a otro encargado del cuidado de sus víveres: el águila. Como sabía
chiflar, los pescadores serían advertidos rápidamente ante una llegada
inesperada.
El águila permaneció escondida después de que partieron los
hombres hacia el arroyo. Más tarde, comenzó a escuchar risas: aquellas mismas
mujeres iniciaban su descenso, pero esta vez con ayuda de una soga. Cuanto más
se acercaban a la tierra, más luz emitía sus cuerpos. Enceguecido, el hombre
águila quiso escapar pero ellas le arrojaron tantas brasas que finalmente
lograron quemarlo. Una vez más, partieron del poblado y se llevaron un nuevo
botín de alimentos.
Más tarde volvieron los pescadores y el
águila explicó los acontecimientos vividos. Recomendó que la próxima
vigilia quedara en manos de Chiiquí, el carancho, que podría averiguar la
manera de atraparlas. El carancho aceptó, aunque aclaró que primero las
observaría para después poder detenerlas. Convino una señal de aviso de
captura, y los hombres volvieron a partir.
Chiiquí escuchó las risas de las mujeres y al instante supo
de sus poderes. Convencido de su propia capacidad, voló hacia el cielo y a
mitad de camino cortó la soga. Varias mujeres cayeron y las que permanecieron
aferradas al resto colgante de la soga, rápidamente retornaron.
Algunas cayeron con tanta fuerza que se hundieron en la
tierra. El carancho avisó a los pescadores para atrapar a las que habían
amortiguado la caída. Tuyango, el jefe, se adelantó al grupo pero fue
sobrepasado por el zorro sagaz, sin alas ni plumas.
Cuando llegó, se apoderó de la más hermosa de todas las que vieron,
la condujo hacia su morada y copuló. La mujer devoró su miembro empleando su
vulva y el zorro corrió, lleno de dolor. Al contar a los demás lo sucedido, le aconsejaron que resolviera el problema
por sí mismo, como siempre lo hacía. Entonces fue al monte y escogió una
pequeña rama del árbol garabato, la limpió y se la injertó en el lugar del
miembro que había perdido.
Por esta causa los zorros siempre han tenido una cicatriz.
El zorro sagaz entendió que los hombres debían modificar su
aspecto, quitándose las alas y las plumas. El jefe Tuyango, con sus rojas
plumas, fue el primero en oponerse. Manifestó su preocupación de llegar a lucir
muy pequeños si se despojaban de
ellas y recordó ,que su fisonomía era producto de la
decisión de su creador. Agregó, con desconfianza, que para el zorro, adaptarlo
a la locomoción terrestre, su decisión no representaba ningún cambio. Los hombres no cambiaron el aspecto de sus cuerpos pero sí sus
costumbres . Suspendieron el uso de las calabazas para evitar la fal1ida
reproducción y entonces las mujeres concibieron seres humanos que crecieron
alimentándose de la leche materna.
Chiiquí les aconsejó que cuidaran el fuego porque se había
tornado escaso. Las mujeres lo habían traído y perdido en manos de los hombres,
acto que les modificó la vida.
El poder del carancho también le permitió eliminar a aquellos hombres o
mujeres que se alimentaban de humanos. Chiquií comenzó a infundir
confianza en todos porque los protegía, y era bien recibido cuando llegaba
luciendo su ponchos de colores. Sin embargo, algunos tobas continuaron
transgrediendo la norma que prohibía el canibalismo y unas pocas mujeres que
estaban menstruando probaron comida que no debían. En consecuencia, todos estos
se convirtieron en Monstruos.
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