Cuenta la leyenda que cuando terminó la creación, Tupá, Dios
de los guaraníes, confió a Guarán la administración del Gran Chaco, que se
extendía más allá de la selva. Y Guarán comenzó la gran tarea: cuidó de la
fauna y de la flora, de la tierra, de los ríos y de los montes, y también
gobernó sabiamente a su pueblo. Logró, de esta manera, una verdadera
civilización.
Guarán rovo dos hijos: Tuvichavé, el mayor (imperooso,
nervioso y decidido), y Michiveva, el menor (más reposado, tranquilo y
pacífico).
Antes de morir, Guarán les entregó a ellos el manejo de los
asuntos del Gran Chaco. Fue entonces cuando comenzaron las peleas entre los
dos hermanos: ambos tenían opiniones diferentes sobre cómo administrar las
diversas necesidades de la región.
Aprovechando la opormnidad, un día se les apareció el genio
del mal, Añá, que les aconsejó que compitieran entre sí con destreza para
resolver las cuestiones que los enfrentaban. Tuvichavé y Michiveva, cegados por
sus diferencias, decidieron hacerle caso. Subieron 11 1011
cerros que bordeaban el Gran Chaco y para disputar su
hegemonía sobre la región acordaron realizar diversas pruebas de destreza, de
resistencia y habilidad, especialmente en el manejo de las flechas.
En una de esas pruebas, Michiveva lanzó una flecha contra el
árbol que servía de blanco; Añá hizo de las suyas: la desvió y logró que
penetrara exactamente en el corazón de Tuvichavé.
La sangre brotó a borbotones, con fuerza. Comenzó a bajar
por los cerros, llegó hasta el Chaco, se internó en su territorio y formó un
río de color rojo: el I-phytá (Bermejo).
Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, de las
consecuencias de ese inútil enfrentamiento, Michiveva estalló en llanto. Y
lloró tanto que sus lágrimas corrieron tras el río de sangre de su hermano: así
se formó el Pilcomayo, siempre a la par del Bermejo.
El Gran Chaco quedó sin jefe, pero siguió prosperando bajo
el cuidado de la naturaleza, enmarañado, impenetrable, surcado por el río de
aguas rojas, nacido de la sangre del corazón de Tuvichavé.
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