El anciano Aguará era el cacique de una de las tribus
guaraníes. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre
todos, pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única
hija, Taca, que con decisión lo acompañaba en sus tareas de jefe.
La muchacha manejaba el arco con toda maestría, y en
las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas. Todos la
admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas
veces habia salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando
al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba
incapacitado para hacerlo.
Además de todas estas condiciones, Taca era muy bella:
de ojos negros y expresivos, en su boca de gesto decidido y
enérgico siempre habia una sonrisa. Dos largas trenzas negras le
caían a los lados del rostro; un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos
y lo ceñía a la cintura con una hermosa chumbé.
Las madres de la tribu recurrían a
ella como la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en
beneficio de los otros, seguras de encontrar el remedio salvador
cuando sus hijos se hallaban en peligro.
Los jovenes la admiraban por su bondad y por su belleza,
y la mayoría la había enamorado secretamente; muchos, incluso
solicitaron al cacique el honor de casarse con tan hermosa
doncella. Pero Taca los rechazaba: su corazón ya tenía un dueño.
Ará-Ñaró, un valiente guerrero que por aquella época
andaba cazando en las selvas del norte, era su novio. Con él
pensaba casarse cuando regresara. Entonces, el viejo cacique
encontraría en su nuevo hijo quien lo reemplazase en las tareas de
jefe.
La vida de la tribu transcurría tranquila, hasta que
Carumbé y Pindó, que habían salido con Petig en busca de
miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible
noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos
tomó una dirección distinta. Mientras cumplían su faena, oyeron
unos gritos aterradores. Se trataba de Petig, que, sin tiempo ni
armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado carne
humana y nada pudieron hacer sus compañeros para salvarlo. El
animal mató al indio, lo destrozó con sus garras. Casi
nirastros quedaron de él...
Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir
y ponerse a salvo Llegaron jadeantes y sudorosos y contaron
lo sucedido.
La noticia causó consternación y miedo en la tribu,
porque hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado
al bosque donde ellos iban a buscar frutos de banano, de algarrobo y
de burucuyá, que les servían de alimento.
Desde ese día todos perdieron la serenidad: por eso
guardaron precauciones, aunque resultaba imposible impedir que el jaguar
merodeara continuamente. Muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.
El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una
determinación que pusiera fin a semejante amenaza. Decidieron que sería
necesario asesinar a quien tantas muertes producía. Para conseguirlo, un grupo
de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar
con ella.
El cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió
que se presentaran ante él los jóvenes de la tribu listos para llevar a cabo
esta empresa.
Grande fue la sorpresa del jefe cuando comprobó que solo
se acercó un solo muchacho: Pirá-U.
De los demás, ninguno quiso exponer su vida.
Pirá-U sentía gran admiración por el viejo cacique. En
cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su
padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo, el cacique
había puesto en peligro su propia vida. Él, en ese entonces un niño, quedó
agradecido para siempre y esta resultaba la única oportunidad para demostrarlo.
Sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza.
Sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que
le prestaba la gratitud, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran
ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaron al valiente
muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.
Las esperanzas se desvanecian. Pirí-U no regresaba y hubo
una nueva victima del jaguar.
Se reunió el Consejo y se pidió la ayuda
de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... el miedo resultaba
demasiado poderoso. Era increíble que justo ellos, que habían dado tantas veces
pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes.
Taca, furiosa, reunió al pueblo y gritó:
-Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Estoy
segura de que si Ará- Ñaró estuviera entre nosotros, se encargaría de matar al
sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de ustedes es capaz de
hacerlo, yo iré al bosque y volveré con su piel. Deshonor les traerá reconocer
que una mujer tuvo más osadía: ¡Cobardes!
El padre se opuso a que Taca llevara a cabo una empresa tan
peligrosa. ¿Qué haría el pueblo sin ella? ¿Qué sería de él si a ella le pasaba
algo?
-Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me
demuestra una vez más que eres digna de tus antepasados. Mi orgullo de
padre es muy grande. Te quiero y te admiro, pero la tribu te necesita. Mi salud
no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.
-Padre, cuento con la ayuda de los dioses, volveré con mi
presa -dijo muy segura-o Si permitimos que el sanguinario animal continúe con
sus desmanes no podremos llegar al bosquecito en busca de alimentos, y la vida
aquí será imposible.
Fue talla resolución de la joven que el anciano tuvo que
acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras, y no había otra
manera de librarse de enemigo tan cruel.
Taca empezó con los preparativos para ponerse en viaje ese
mismo día al atardecer.
A punto de partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que
los cazadores que habían ido a las selvas del norte se acercaban, que estaban a
corta distancia de los toldos.
Fue para Taca una noticia que la llenó de placer y de
esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaró, su novio, y Taca abrigó la
esperanza de que él podría acompañarla para matar al jaguar. Impacientes,
aguardaron la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados
de innumerables animales muertos, pieles y plumas, obtenidos después de tantos
sacrificios y peligros.
La tribu los recibió con gritos de alegría y de entusiasmo.
Delante de todos se hallaba el cacique y su hija Taca, rodeados por los
ancianos del Consejo. El viejo Aguará saludó a los valientes muchachos, que se
apresuraron en mostrarle las piezas más hermosas.
Ará-Ñará, después de agasajar al jefe, como una prueba de su
gran amor, le ofreció a Taca un presente: una colección de las más vistosas y
brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de
flamenco. El gozo y la satisfacción se notaron en el rostro de la doncella, que
con una apretada sonrisa le agradeció.
Después... cada uno volvió a su toldo. Aguará, Taca y AráÑaró
quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosque
cercano. Las nubes fueron teñidas por un reflejo rojo y oro; desde lejos, se
oyó el grito lastimero del urutaú.
En ese momento, el viejo cacique le comunicó a Ará-Ñaró el
mal que amenazaba a su pueblo y la decisión de su hija. El joven guerrero no
daba crédito a lo que escuchaba ¿Cómo era posible que solo un indio se hubiera
atrevido a enfrentar al animal? ¿Qué clase de hombres componían la tribu si
aceptaban que la peligrosa empresa la llevara a cabo una mujer?
-Todos le temen al jaguar, creen que es un enviado de
Añá imposible de vencer -fue la respuesta de Aguará.
Sin poder cambiar la decisión de la joven, Ará-Ñaró resolvió
acompañada, y cuando la luna envió sus primeros destellos sobre la tierra,
marcharon en pos del enemigo.
La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando
llegaron al bosque, Ará- Ñ aró aconsejó prudencia a su compañera, pero ella,
con el deseo de acabar de una vez por todas con el
carnívoro, adelantándose, lo animaba:
-iYahá!... iYahá!... (iVamos! ¡Vamos!).
Cerca de un ñandubay, se detuvieron. Habían oído un
rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se
equivocaban...
Al salir del matorral vieron dos puntos luminosos que
parecían despedir fuego. Creyeron que se trataba de los ojos de la fiera,
que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. y al acercarse un
poco más, lo confirmaron.
Ará-Ñ aró apartó a su novia y la obligó a permanecer detrás
de un
añoso árbol. Casi de improviso, se le abalanzó.
Fueron momentos trágicos. ¡El hombre y la fiera luchaban por
su vidas!
Ará-Ñaró era valiente, pero el jaguar contaba con demasiada fuerza salvaje.
Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció: un zarpazo desgarró el cuello del indio, al mismo tiempo que hería con su cuchillo al animal. Juntos rodaron, mancharon la tierra de sangre.
Ará-Ñaró era valiente, pero el jaguar contaba con demasiada fuerza salvaje.
Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció: un zarpazo desgarró el cuello del indio, al mismo tiempo que hería con su cuchillo al animal. Juntos rodaron, mancharon la tierra de sangre.
Taca corrió hasta la bestia agonizante, que con sus últimas
fuerzas la atacó en un nuevo combate.
Todo fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno
salió victorioso.
Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron su heroísmo con la
vida...
En la tribu intuían la muerte de los jóvenes. El viejo
cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose, hasta que Tupá,
condolido de su desventura, lo mató.
Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente,
y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.
Entonces prepararon una gran urna de barro y, después de
colocar en ella el cuerpo del cacique, pusieron sus prendas y, como era cos-'
tumbre, provisiones de comida y bebida. En el momento de enterrarlo, en el
lugar q.le le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces
desconocidas, apareció gritando: iYahá!... iYahá!...
Taca y Ará- Ñ aró, convertidos en aves por Tupá, volvían a
la tribu de sus hermanos.
Justamente ellos los habían librado del feroz enemigo y,
desde ese momento, serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y
avisar cuando vieran acercarse algún peligro.
Por eso, el chajá, como lo llamamos ahora, sigue cumpliendo
el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el
vuelo y da el grito de alerta: iYahá!... iYahá!...
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