En el amplio rancho donde
funcionaba la comisaría de Capibara-Cué, se encontraban, en la mañana de un
cálido verano, los más distinguidos representantes de la autoridad policial
lugareña, vale decir, don Frutos Gómez, el comisario; Luis Arzásola, el oficial
sumariante, y el cabo Leiva, amén de un agente que cebaba mate para los tres
primeros. La conversación, aburrida por falta de temas, se arrastraba de
silencio en silencio, cuando Arzásola, de pronto, interrogó: — ¿Conoce usted el
psicoanálisis, don Frutos? — No, m’hijo… Ese circo nunca vino por acá. El cabo
Leiva interrumpió diciendo: — Circo lindo nicó era el Olivood, Joligú que le
decían algunos que se daban de leídos. Traiban una mocita alambrera con unos
pantaloncitos muy ajustados que sabía hacer unas pruebas de equilibrio muy
difíciles. — ¡Pero, no! No hablaba de eso, yo dije psicoanálisis. — Ya te dije
nicó que el “circo Análisis” no vino por acá, al menos desde que soy
comesa-rio. ¿Gringos los dueños, pa? — ¿Qué dueños?… — Los del circo… los
Análisis esos, pues. — ¡Oh, señor! Parece que lo hicieran a propósito. Yo dije
psicoanálisis, de “psico”, que quiere decir alma y “análisis”, investigación o
sea la investigación del alma. — ¿Y por qué pa no hablás en cristiano, m’hijo?…
Yo a esos idiomas extranjeros no los entiendo. — Yo sí… —dijo el cabo
vanidosamente—. ¡Y hay que oír cómo hablamos con el “Mister” ‘e la estancia! —
¡Pero si apenas sabés la castilla, qué vas a hablar en gringo!— se rió el
comisario. — Y de no, don Frutos. Fasilidá que tiene uno. — Pero eso es
imposible —exclamó el oficial—. ¿Cómo va hablar un idioma sin conocerlo? — Yo
no sé, pero cuando él me ve, me dice “Tuyuyú jú” (Cigüeña negra) y yo le
contesto “Juera güey pirú” (Fuera buey flaco). Dispués me dice “Uruguay” y yo
le rispondo “Paraguay”… — iJa…ja!—se lanzó a reír Arzásola—. ¡Qué fantástico!
¿Sabe lo que pasa, comisario? — No… Y si vos sabés, esplicate, pue… — Muy bien.
El inglés le dice “How do yo’u do”, que quiere decir “¿Cómo le va?” y cree que
Leiva le contesta “Very well, thank you”, o sea “Muy bien, gracias”. Entonces
se despide diciéndole “Good bye” que significa “adiós” y se va convencido que
el cabo le ha contestado lo mismo. Lo que pasa es que en inglés esas palabras
se pronuncian muy parecidas a lo que él entiende. — ¡Vea si serán atravesaos
los gringos pa la conversa!—dijo el aludido—. Si alguna ve me nuembran
comesario del mundo yo le voy a obligar a todos a que haulen bien, así como
haulamos nosotro u séase en castilla o en guaraní, lo idioma’el crestiano y no
ese entreviero’e palabras. — Bien —continuó el oficial— volviendo al
psicoanálisis. Es una ciencia muy útil para la policía. — ¡No me diga! —expresó
don Frutos interesado. — Sí, comisario. Mediante preguntas bien calculadas se
con sigue que el delincuente sea delatado en sus respuestas por el
subconsciente. — ¡Qué lástima que aquí no haya subconciente! Supo haber un
subcomisario y una vez vino un subteniente pa las elecciones, pero subconciente
no conocí… ¿Y qué grado es? ¿Encima’e sargento, pa? — El subconsciente…
—prosiguió el oficial sumariante con inagotable paciencia— es aquella parte de…
— Parate, m’hijo… —interrumpió don Frutos— que aquí viene doña Moncha muy
apurada… Vamos a ver qué le pasa. La noticia que trajo la buena mujer fue que,
cerca del boliche, detrás de un corral, habían encontrado malamente herido a
don Casiano, el resero, por lo que lo habían llevado, sin pérdida de tiempo, a
casa de doña Belén, la curandera. Rápidamente fueron hacia el rancho de la
“médica” y allí hallaron al hombre, con la cabeza y el hombro derecho vendados,
en estado de semi-inconsciencia. — ¿Qué tal, pa, doña Belén? ¿Hay peligro que
se corte?… — No, don Frutos… Ya dentró a bajarle la fiebre, pero va a tener pa
rato… — ¿No dijo nada?… — Nada, se quejaba nomás… El comisario lo observó
detenidamente y volvió a preguntar: — ¿Algún hachazo o qué?… — Pa mí…
—respondió la vieja—, un garrotazo que le agarró’e refilón la cabeza y le
rompió l’islilla… — ¡Ah! — Endemás tenía los bolsillos’e la blusa daos güelta y
sin un peso… — Pa robarlo entonces jue… — Sí, pero no le encontraron una
bolsita llena’e plata que tenía colgada al pecho… Aquí está… — Güeno —dijo don
Frutos—. Voy a llevarla a la comesaría pa que allí la reclame cuando sane. De
mientras cuídelo, doña. — Pierda cuidado, don Frutos, como si juera’e la
familia lo voy a tener… Los policías se despidieron y fueron al lugar donde se
había encontrado al herido. Numerosos árboles rodeaban el corral de palo a
pique. Muy cerca de él pasaba un tortuoso sendero que, no lejos de allí,
empalmaba con el camino real. — Don Casiano haberá dejao el boliche medio en
tranca y agarrao por aquí, como de costumbre, porque es más cerca —expuso el
comisario. — El malhechor, sin duda —intervino el oficial—, lo habrá esperado
escondido detrás de esos troncos… — Así parece —confirmó el superior.
Observaron el lugar donde el hombre había caído. El fino polvo estaba aplastado
y conservaba malamente la forma del cuerpo. Unas manchas oscuras eran los
rastros que quedaban de la sangre vertida. A su alrededor había confusas
pisadas de hombres y animales. Revisaron concienzudamente el lugar y hallaron
entre la hierba algunas monedas y una gruesa rama con rojizas señales. — Con
esto le pegaron —exclamó el oficial—. Si pudiéramos sacarle las impresiones
digitales. — No hace falta. Dejame estudear el asunto. Pa mí el creminal lo
esperó escondido atrás ‘e ese paraíso y cuando el viejo Casiano pasó le abajó
el garrotazo. Felizmente, de apurao o por la escuridá, le erró el viandazo y
por eso le agarró el costado’e la cabeza y le rompió el huesito ése del hombro…
— La clavícula, señor… — Será, pa nosotro es l’islilla. Dispués le revisó y le
sacó la plata que encontró en la blusa. — Si le acierta bien lo dijuntea
—afirmó el cabo Leiva. — Menos mal, así sólo tendremos que meterlo preso por
robo y heridas y no por muerte, qu’es cosa más seria… — Pero antes hay que
saber quién es, señor. — ¡Claro, pues!… Pero ya lo agarraremos. Ande ha de ir
el güey que no are… El comisario fue y habló con don Pedro el bolichero, luego
consultó con los parroquianos que habían estado esa noche en el negocio. De un
rancho se trasladó a otro, conversó, tomó mate, siguió conversando y tomando mates
y cuando hubo efectuado todas sus averiguaciones quedó con dos sospechosos
alojados en la comisaría. Eran dos peones que habían conducido una tropa de
hacienda para el carnicero y luego habían permanecido en el pueblo a la espera
de otra ‘changa”. Los dos habían estado en el negocio jugando al monte la noche
anterior y salido con intervalos de minutos, un rato antes que don Casiano, y
sus explicaciones no eran muy satisfactorias. Uno decía que como había perdido
todo lo que llevaba encima había ido hasta donde se alojaba a buscar más dinero
y que, al volver, encontró el negocio cerrado por lo cual volvió a dormir. El
otro dijo que después que perdió los veinte pesos que se había propuesto
arriesgar esa noche y para no caer en la tentación salió a caminar y se estuvo
un rato largo sentado sobre una piedra a orillas del río. Ninguno, sin embargo,
pudo citar testigos o presentar pruebas en favor de su aserto. — Pa mí —decía
el comisario— es uno de estos dos… L’otra gente qu’estuvo esa noche son gente
vieja’el pueblo y no son capaces’e una jechuría mesejante con don Casiano. ¿Y a
vos qué te parece, oficial?… — Yo comparto su opinión, señor… — Güeno, pero
¿cómo hacemos pa saber quién es?… — Si usté me deja, don Frutos —dijo el cabo
Leiva— yo los hago hablar con una güena estaqueada… — ¡No sea bárbaro,
cabo!—saltó Arzásola—. Hay que proceder con métodos humanos. Déjemelos a mí… —
Güeno —accedió don Frutos— te los dejo hasta mañana. L’único que te pido es que
los tengás sin comer y sin darles agua. ¡Total! Un día de ayuno no hace mal a
ninguno… Un poco a regañadientes el oficial consintió a esta última petición y
procedió a interrogarlos. Toda la noche estuvo valiéndose de las preguntas más
sutiles sin ningún resultado. Finalmente gritó y amenazó, con gran contento del
cabo Leiva y del agente de turno, pero tampoco obtuvo fruto alguno. Cuando,
cansado, renunció a su tarea para ir a dormir, no había sacado nada en limpio.
Él también tenía el convencimiento de que uno de los dos era el culpable, pero
no acertaba a determinar cuál de ellos era. Desesperado, acudió a sus libros y,
a la mañana siguiente, después de saludar a don Frutos, dijo: — Vea comisario.
Ayer no conseguí nada, pero hoy espero tener éxito porque voy a aplicar el
psicoanálisis. — Metele nomás, muchacho… L’único que te repito es que los
tengás sin comer y sin agua lo mesmo que si jueran a comulgar. Eso ayuda. El
oficial hizo traer a uno de los detenidos y le dijo: — Le voy a decir una serie
de palabras y usted me va a contestar lo primero que le venga a la cabeza.
¿Entendió?… —No… Una y otra vez repitió Arzásola su explicación y al fin logró
hacerse entender. Empezó: — Blanco. — Blanco. — Rancho. — Rancho. — ¡Oh! dígame
otra cosa, lo primero que se le ocurra. — Y no se me ocurre nada, pues, sino lo
que usté me dice… Después de luchar media mañana decidió probar con el otro de
modo diferente. — Vea —le dijo—, aquí tiene una serie de palabras. Léalas y
abajo de cada una escriba lo que le venga en gana, ¿sabe?… — Sí, oficial, pero
el caso es que no sé escrebir. Viéndolo sudoroso y fatigado don Frutos le
invitó: — Mirá, mandalo adentro otra vez y descansá un poco… —Gracias, don
Frutos… Cuando hubo cumplido el mandato y vino a sentarse junto al viejo, éste
le preguntó, después de alcanzarle un mate: — ¿Y cómo pa trabaja el
sircoanálisi ése que decís vos?… — En lo sustancial no es sino el estudio de
las palabras o de los actos que dicen o realizan las personas en forma
inconsciente, para relacionarlas con un hecho determinado. — ¡…Cha que sos
difísil. m’hijo! ¿Y qué pa e’inconsciente?… — Lo que se hace sin pensar, en
forma habitual y automática…, casi por costumbre, como usted, por ejemplo,
cuando está preocupado, se tira de la barba… — ¡Ajá!… — Con esos actos el
individuo, sin querer, se traiciona y suelta cosas ocultas. Don Frutos pensó un
rato y dijo: — ¿Sabés que tenés razón, m’hijo? Mirá, no te preocupés má y
dejame a mí que yo le voy a aplicar el sircoanálisi. A mí también me gusta el
progreso. Arzásola suspiró resignado y mansamente aceptó. — Como usted quiera,
don Frutos. La siesta fue calurosa en extremo y los dos detenidos se
desesperaban pidiendo agua al inmutable cabo o a los inconmovibles agentes.
Cuando después de su larga siesta apareció don Frutos en el local, ya lo estaba
esperando Leiva. — Mirá —dijo el viejo al cabo—. Andá a traerme unas naranjas,
un plato y un cuchillo. Cuando tuvo las cosas pedidas en su poder, el comisario
acomodó sobre la mesa una naranja en un plato y a su lado colocó el cuchillo. —
Hacé pasar al más flaco —ordenó después. El detenido vino y se quedó esperando,
pensando en la clase de suplicio a que sería sometido. — Sentate allí —invitó
don Frutos— y tomate esa naranja. Dispués vamos a hablar. Brillaron los ojos
del sediento al oírlo y después de sentarse empezó a pelar la dorada esfera con
todo cuidado, luego la succionó golosamente hasta la última gota, colocando las
semillas en el plato. — Ponete en el rincón y esperá —le dijo don Frutos
enseguida. Mandó al cabo que limpiase el plato y colocara sobre él una naranja
y el cuchillo como antes. Cuando el otro sospechoso oyó la invitación, se
arrojó sobre la fruta, le arrancó un pedazo de cáscara de un mordisco y empezó
a chuparla a los estrujones. — Éste es… —sentenció don Frutos—. Metelo otra vez
en el calabozo. Después, dirigiéndose al del rincón, se disculpó: — Perdoná,
m’hijo, l’encerrona, pero tenía qu’encontrar al culpable y vos no tenías a
naides que te hubiera visto junto al río, como dijiste. Andate nomás. Arzásola,
que no salía de su asombro, interrogó atónito: — Pero, don Frutos, ¿cómo puede
resolverlo con tanta seguridad? ¿Y si se equivoca?… — ¡Qué me voy a enquivocar,
m’hijo! El sircoanálisi no engaña… — No entiendo, comisario. — Sos lerdo,
muchacho. ¿No les viste tomar naranjas a esos dos? — Sí… — Y güeno, el primero,
a pesar de haber pasado desde ayer a la tarde sin probar agua, no se
impacientó, peló la fruta con calma y puso las semillas en el plato; el otro,
en cambio, anduvo a los empujones, se atropelló todo y tiró las cáscaras y
semillas donde cayeran. — ¿Y eso qué tiene que ver con don Casiano?… — Que el
que lo golpeó fue un atropellado que de puro nervioso le erró el garrotazo a la
cabeza y le pegó solamente de refilón; dispués, de apurao, apenas si lo revisó
por arribita y se jué… Perdé cuidado que si el culpable hubiera sido el primero
no le fallaba ni un negro’e uña y luego le hubiera sacao hasta las medias pa
ver si no tenía escondido algo. Estos tipos sin yel, tranquilos como agua’e
tanque, son una cosa seria cuando les da por hacerse los malandras. — Tiene
razón, don Frutos. — Güeno, y ahora vamos al boliche a tomar una cañita…
Salieron y a la media cuadra oyeron un alarido de angustia que erizó los pelos
del oficial. — ¿Y eso?… ¿Oyó, don Frutos?… — Sí, pero no te apurés, muchacho.
Es el cabo Leiva que le está aplicando el sircoanálisi a su modo al malevo ése
pa hacerle firmar la confesión y averiguar ande ha escondido la plata que le
sacó al viejo.
MODISMOS REGIONALES
• Nicó: voz guaraní sin
significado real, pero que se usa para dar mayor énfasis a la expresión: “Yo
nicó le dije”, por “Yo le dije”.
• Pa: otra voz guaraní con que se
da mayor énfasis a la expresión.
• La castilla: el castellano.
• Hachazo: golpe dado con el filo
del cuchillo o facón.
• Islilla: clavícula.
• Viandazo: argentinismo vulgar. Golpe
dado generalmente con la parte plana del cuchillo o con cualquier otro objeto
contundente.
• Changa: servicio o trabajo que
se presta circunstancialmente, a cambio de una retribución; por extensión se
designa a toda ganancia inesperada, que llega por vías no habituales.
• Monte: juego de cartas muy
popular en nuestra campaña, en el que el banquero saca de la baraja cuatro
naipes y volviéndola luego, va descubriendo naipe por naipe hasta que sale uno
igual a otro de la mesa, el cual gana sobre su pareja.
• Estaqueada: castigo frecuente en
los fortines o en los obrajes; consistía en atar con guaseas frescas, a cuatro
estacas, las manos y los pies del hombre condenado a esa pena; al secarse, las
guascas se ponían tensas y sometían a un verdadero martirio las coyunturas del
reo.
• Encerrona: operación
campera, durante la doma, en que otros jinetes encierran al caballo que monta
el domador, impidiéndole que se aleje del lugar y facilitando así la tarea.
• Malandra: forma argentina de
malandrín: maligno, perverso, bellaco. Designa generalmente a la gente de mal
vivir.
• Palo a pique: poste clavado
profundamente en la tierra. Los llamados corrales de “palo a pique” estaban
constituidos por postes puestos unos a continuación de los otros, lo que les
daba gran seguridad para resistir los embates de la hacienda chúcara.
• Ande ha de ir el güey que no
are: expresión popular criolla, que se refiere, por extensión, al hombre de
malos instintos que en cualquier lugar adonde vaya, fatalmente realizará alguna
fechoría. Quiere decir don Frutos que siempre será fácil localizarlo por sus
malas andanzas.
• Ni un negro’e uña: ni el pequeño
espacio en que, en el extremo de la uña, suele depositarse suciedad. Expresión
que responde a un habitual gesto gráfico que, señalando el extremo de la uña,
se acompaña con la frase: “ni esto…”
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