Se llamaba Segundo David Peralta, pero para el mito fue
Mate Cocido. Había nacido en Monteros, Tucumán, el 3 de marzo de 1897. La
leyenda lo presenta como el bandido que robaba a los ricos y ayudaba a los
pobres; otros afirman que en realidad vengaba a los pobres, y no faltan los que
aseguran que los representaba políticamente. Se habla de su coraje, su
inteligencia y generosidad, de sus ideas anarquistas y de su prédica solidaria.
Demás está decir que la competencia entre leyenda e historia, la gana de punta
a punta la leyenda.
Un célebre chamamé escrito por Nélida Argentina Zenón,
canciones firmadas por Adrián Abonizio y León Gieco, relatos orales de quienes
lo conocieron, tejieron una trama que ningún historiador pudo deshacer. Mate
Cocido fue y será para siempre el bandido romántico, el Robin Hood de los
pobres, el enemigo de la
Forestal , Dreyfus, Clayton o Bunge y Born, el delincuente que
ni la policía, ni los gendarmes, ni las promesas de recompensas cada vez más
altas, lograrán derrotar.
Se dice que la Gendarmería se creó a pedido de Bunge y Born para
perseguirlo. Puede ser. Se dice que para los gerentes de las multinacionales
era una pesadilla. Tal vez. Yo sinceramente , no creo que haya sido para tanto,
aunque sí me atrevería a decir que entre Mate Cocido y Galimberti, me quedo
toda la vida con Mate Cocido. Más leal, más derecho, más hombre.
La leyenda se transforma en mito cuando el personaje vence
las leyes de la lógica. Algo así ocurrió con nuestro héroe. No murió, no lo
mataron; desapareció sin dejar huellas. Una delación, un tiroteo a orillas de
las vías del ferrocarril, una ametralladora que se traba y Mate Cocido se
pierde en la espesura. Para esa fecha tenía cuarenta y dos años. Era
relativamente joven y estaba en la plenitud de sus energías. La Gendarmería y en
particular el comisario Guillermo Solveyra Casares lo rastrearon por cielo y
tierra. Siguieron sus huellas -o los rumores sobre sus huellas- por Añatuya,
Corrientes, Asunción, Villarica, Lambaré, hasta que se dieron por vencidos.
Mate Cocido murió en el monte como consecuencia de las heridas o se lo tragó la
tierra o está en el Olimpo donde moran los grandes dioses de la historia.
Su mujer, Ramona Romano y su hijo Mario vivieron hasta hace
pocos años y, según sus palabras, nunca más supieron nada de él. A partir de
allí todos son rumores y leyendas. Se dijo que vivió y murió en Asunción
protegido por un militar; se dijo que lo vieron en un prostíbulo de Salta; se
dijo que estuvo en Rosario y fue puntero del peronismo; se dijo que vivió en
Santa Fe; se dijo que murió abatido por el cáncer; se dijo y se dijo, pero
pruebas concretas, ninguna.
Se sabe que tres meses después de su huida mandó una carta a
la revista Ahora, explicando sus puntos de vista. La carta está firmada por uno
de sus apellidos truchos: Manuel Bertolotti. Allí explica los motivos que lo
arrastraron al delito y se luce hablando mal de la policía. En algún momento
dice: “No soy un delincuente nato. Soy una fabricación por las injusticias
sociales y por las persecuciones gratuitas de una policía inmoral y sin
escrúpulos”.
La carta fue publicada por Ahora, en la edición del 29 de
marzo de 1940. ¿Es auténtica? Los editores aseguran que si, pero como se dice
en estos casos, nadie está en condiciones de poner las manos en el fuego acerca
de su veracidad. A las afirmaciones de los editores les caben las generales de
la ley, ya que a nadie se le escapa que una carta de Mate Cocido, real o no,
atraía a los lectores como a las moscas el dulce.
Que el final haya quedado abierto, que nunca se haya sabido
a ciencia cierta qué pasó con el bandolero más famoso de la Argentina , es otro de
los factores que contribuyen a afianzar el mito. Para el paisanaje, para los
trabajadores de los obrajes, para las sufridas mujeres de la servidumbre, Mate
Cocido no murió, está vivo, anda por allí perdido en el monte, en algún momento
va a retornar a defender a los pobres, a hacerle la vida imposible a los ricos.
El rumor circula desde el campo a la ciudad, desde el Chaco montaraz y salvaje
a las grandes ciudades.
Eric Hobsbawm alguna vez escribió sobre los bandidos
rurales, los bandidos a quienes a diferencia del delincuente común se les
atribuye una sensibilidad especial, una capacidad para representar
sentimientos, deseos primarios de justicia de las clases populares en
sociedades donde la tensión entre tradición y modernidad es particularmente
intensa.
No viene al caso ahora explicar las hipótesis del
historiador inglés, sino recordar que alguna vez estuvo en la Argentina y, según se
cuenta, acompañado de José Nun, ocasión en la que viajaron hasta un caserío del
Chaco donde vivía un policía que había participado en una balacera contra Mate
Cocido. En algún momento de la improvisada entrevista, Hobsbawm le explicó a su
asombrado interlocutor cómo operaban los bandidos sociales que él había
estudiando en Europa. El hombre, que seguramente nunca leyó los libros de su
pintoresco visitante y jamás viajará a Europa, le dijo que exactamente así
actuaba Mate Cocido.
¿Y cómo actuaba? En principio, el bandolero rural no nació
dotado de esos méritos. Como Hormiga Negra o su contemporáneo y amigo Juan
Bautista Bairoletto, un encontronazo con la policía, una bronca por polleras
con algún comisario prepotente y el inicio del drama queda abierto.
Mate Cocido alguna vez fue obrero gráfico, hasta que los
maltratos, las necesidades, su propia elección y eso que se llama destino, lo
volcaron al camino del delito. Sus andanzas se desplegaron por Tucumán,
Córdoba, Santa Fe y Santiago del Estero. Estuvo preso un montón de veces y en
algún momento decidió irse al Chaco, entoncés territorio federal y espacio
propicio para asaltos a bancos trenes pagadores y, más adelante, secuestros de
gerentes y estancieros.
El chamamé dice que el hombre fue terror de los argentinos
del ‘18 al ‘42. No fue exactamente así, pero un chamamé no tiene la obligación
de ser riguroso con las fechas. La leyenda de Mate Cocido, empieza en el Chaco
y su momento de esplendor es la década del treinta. Antes había sido un delincuente
más, conocido por su abundante prontuario y sus reiteradas temporadas en la
cárcel.
¿Fue la sensibilidad social lo que lo llevó a ser generoso
con los pobres o, por el contrario, la conveniencia? Buscado por la Policía y luego por la Gendarmería , Mate
Cocido se refugia en los rancheríos, se las ingenia para ganarse la simpatía de
quienes le pueden dar una mano. En el camino ayuda a enfermos y reparte plata.
Cuando asalta la agencia de Dreyfus de Machagay, deja sin un peso la caja
fuerte, pero no toca los sobres donde está el dinero de los sueldos de la
peonada.
De lo demás se encarga la leyenda. Lo que ocurre es que a
diferencia de otros delincuentes, Mate Cocido dispone de una notable capacidad
de reflexión. Roba porque ése es su oficio, pero prepara los operativos a
conciencia y siempre se esfuerza para que no haya víctimas innecesarias. No es
un ideólogo de izquierda, pero sabe que robarle a las empresas multinacionales
le brinda, como se dice hoy, buena prensa.
Por supuesto, sus precauciones para que no haya víctimas no
impide que mueran inocentes; sus códigos de lealtad periódicamente son
traicionados por sus compinches que están muy lejos de ser carmelitas
descalzas. Eusebio Zamacola, Antonio Rossi, el Tata Miño le van a ser leales,
pero abundan las traiciones. Sin ir más lejos, en su último operativo, cuando
secuestran al encargado de la estancia de los Fuken, Jacinto Berzón, el
operativo fracasa porque Julián Centurión, encargado de la custodia del rehén,
lo libera por una recompensa.
También en este punto, la leyenda parece repetirse. Los
héroes siempre son entregados por una mujer o un amigo. Así fue con Mate
Cocido, así fue con su heredero veinte años después, Isidro Velázquez. Es que,
como diría Jorge Luis Borges, “cuentan que una mujer fue y lo entregó a la partida,
a todos tarde o temprano nos va entregando la vida”.
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